EL SABOTIER
Cuenta la leyenda que los moros ocuparon el valle francés de Bethmale en el siglo IX, conducidos por su jefe Boabdil. El hijo de este jerarca se enamoró de la joven más bella del valle, que se llamaba Esclarlys (que significa “teñida de lys en la frente de luz”), a pesar de que ella estaba casada con Darnert, pastor y cazador de sarrios. Darnet permanecía escondido en la montaña para hacer frente a los invasores con un grupo de resistentes. Allí, con las raíces de un nogal talló con su hacha un par de sabots (zuecos), que tenían su punta alargada y afilada. Un día, Darnert y sus compañeros libraron un combate con sus enemigos y salieron vencedores. Entraron victoriosos y Darnet calzaba su par de zuecos con las puntas afiladas, y en cada una de ellas transportaba un corazón sangrante, el de su prometida en el izquierdo y el del moro que la había seducido, en el derecho.
En el valle pirenaico de Bethmale se encuentra Audressein, un pequeño pueblo rodeado de verdes prados y frondosos bosques. A lo largo de su historia los bosques de hayas y abedules de este valle han tenido un gran protagonismo en la vida de sus habitantes. Hace 22 años tuvimos la oportunidad de conocer el trabajo de Marcel Catalá, uno de los últimos sabotiers artesanos del valle, cuyo taller se anunciaba con un viejo cartel en la calle principal del pueblo.
Para la fabricación de un par de sabots behtmaleses tradicionales, Marcel necesitaba dos troncos de haya o de abedul, bien seleccionados en el bosque, con una característica especial: que estuvieran curvados formando un ángulo de 90ª.
Desde su corte en el bosque hasta que pudiera trabajarla, la madera debía secarse a la intemperie durante varios meses. El primer proceso consistía en desbastar los troncos para dejar la madera en bruto.
En la sierra de cinta Marcel iba modelando la madera hasta crear un boceto de lo que serían los sabots. Este proceso se llamaba escuadrar el tronco, y la dificultad consistía en trabajar dos sabots iguales para fabricar un par perfecto.
Marcel heredó de su padre las herramientas que ya utilizaba su abuelo. Son herramientas centenarias que dieron forma a numerosos pares de sabots.
Una vez en el taller, Marcel daba la forma al sabot con la cuchilla. Pero, para que fuera fuerte la punta que lo caracteriza, debía poner mucha atención en hacerla coincidir con el nervio de la madera. La parte correspondiente al pie quedaba transversal a la punta. Ésta era una operación delicada que determinaría la forma definitiva del sabot.
Marcel empezaba a trabajar el alojamiento del pie marcando con una barrena el espacio interior que debía vaciar.
Con una gubia especial llamada “cuchara”, Marcel iba vaciando y agrandando pacientemente los dos agujeros para alojar los pies, hasta dejar hueco el interior. Para esta fase utilizaba diferentes tipos de herramientas.
El sabotier debía estar atento para mantener las medidas óptimas del pie, pues cualquier exceso en el vaciado podría estropear el trabajo.
Para eliminar las irregularidades de los cortes anteriores, Marcel repasaba todos los rincones del sabot con una cuchilla especial que se adaptaba perfectamente a la superficie interior.
Cuando el trabajo de la madera estaba terminado, Marcel procedía a decorar el sabot para darle esa belleza y toque final que caracterizaba a su trabajo. Con el punzón doble, que le había servido para mantener la misma distancia entre los puntos, iba marcando sobre el cuero los agujeros que formarían un corazón de larga punta.
Con delicados golpes del punzón, Marcel decoraba la placa de metal con figuras geométricas.
El brillo de las tachuelas doradas, clavadas en los agujeros que Marcel había preparado, configuraba sobre el fondo negro del cuero el corazón brillante de la leyenda.
Desde aquellos tiempos lejanos de la leyenda de Esclarlys y Darnert, en Bethmale arraigó una vieja tradición: El día de Nochebuena el prometido le tiene que regalar a su novia un par de sabots con punta larga y exquisitamente decorados con un corazón. Cuanto más largas son las puntas, más ardiente es el amor. También le ofrece una rueca roja y un huso, todo hecho con todo su amor. A cambio, la novia le ofrece un tejido de lana ribeteado con terciopelo y un bolso con cintas, purpurina o azabache.
Los sabots tradicionales de Bethmale no llevan talón y la punta de los que se utilizaban a diario era menos acentuada.
Esta moda de hacer las puntas largas en los sabots se impuso a finales del siglo XIX como una forma de llamar la atención de los visitantes del valle. Marcel Catalá, en Audressein, ha mantenido esta tradición, que heredó de su padre y de su abuelo, de fabricar los sabots de puntas largas de Bethmale,