Los PEZGUEROS de QUINTANAR
El monte de la localidad burgalesa de Quintanar de la Sierra es un ejemplo vivo de que la convivencia entre los hombres y la explotación maderera de los bosques es posible e incluso beneficiosa para la Naturaleza. Fueron muchos los oficios cuya actividad se desarrollaba en estas grandes masas forestales y que con su aprovechamiento económico ayudaban a mantener limpio y fértil su interior. Carboneros, carreteros, tejeros,… y entre ellos los pezgueros, unos hombres que, arrancando las viejas raíces de los pinos para elaborar la pez, facilitaban la regeneración de los árboles nuevos. Algunos veteranos pezgueros de la Quintanar de la Sierra, guiados por un afán de recordar este viejo oficio, han decidido recuperar uno de los casi cuarenta hornos de pez que tenía el Monte de “La Dehesa” en sus tiempos florecientes, desde que Carlos IV ordenó instalar aquí la Real Fábrica de Betunes que abasteciera de alquitrán a su flota para impermeabilizar la madera de los barcos. La vida de los pezgueros era muy sacrificada. Su trabajo comenzaba con la búsqueda y selección en el bosque de la materia prima, que eran las toconas de los árboles que llevan varios años abandonadas en la tierra. Las herramientas utilizadas en esta tarea son los hachos, “tan afilados que se puede llegar a cortar un pelo en el aire”, y la azada de picas. Este trabajo de extraer las toconas a golpes de hacho y azada, su transporte hasta el horno y la fragmentación en teas son las tareas más agotadoras de todo el proceso, pero el empeño que ponen los pezgueros se ve recompensado por la alegría de encontrar raíces de las que se puede extraer abundante alquitrán.
Las teas, llamadas también “cachas” o “rajas”, hay que picarlas en trozos pequeños, regulares y con la mayor cantidad de cortes posible para que la resina se deslice con fluidez y no se atrape, evitando así que el fuego los consuma de inmediato. Según el bosque en el que se arrancaba la tocona o su estado de conservación, las teas se clasificaban en diferentes calidades: “casillosa”, “betiminuda”, “jarriosa”, “pedroñera”,…
Una vez cortadas las teas, los pezgueros calculan once cargas de caballería que son las necesarias para completar la hornada. Cuando las teas están en el recién restaurado horno de Mataca, a golpes con los hachos grandes y pesados, que permiten picar las teas con fuerza y rapidez, se les va dando la forma y el tamaño definitivos en el picadero.
Antes de llenarlo de teas, el horno debe tener una temperatura de unos sesenta grados. Para alcanzarla, los pezgueros calientan el interior encendiendo una hoguera con los trozos sobrantes de leña. De no existir este calor previo, las teas, en lugar de reblandecerse y escurrir el alquitrán con fluidez, arderían y se consumirían rápidamente. El fuego deberá arder de doce a catorce horas hasta alcanzar la temperatura deseada. Eso significa que tienen que echar más madera para que tenga “fomento” durante toda la noche, como dicen estos pezgueros.
Al día siguiente, dentro del horno la temperatura es la ideal para comenzar a llenarlo de teas. Uno de los pezgueros se introduce para retirar las ascuas y limpiar la base. El último preparativo importante antes de iniciar el proceso es comprobar que el encañe que une el horno con la alquitranera está libre de obstáculos. Una vez que estos pezgueros han fijado las soleras de madera en el fondo para conducir el alquitrán, sobre ellas colocan ordenada y verticalmente las teas cargadas de resina.
La triyuela alquitranera es un pozo contiguo al horno con el que se comunica por un encañe. A ella irá a parar la resina que se escurra mientras el fuego consuma las teas. Este agujero debe quedar herméticamente cerrado con barro y céspedes, a fin de obstruir la entrada del aire y así impedir que el alquitrán entre en combustión. Mientras unos pezgueros se han encargado de cerrar la alquitranera, los otros casi han terminado de llenar el horno. Las teas, amontonadas verticalmente por capas y dejando espacio libre para que corra el alquitrán, están llegando a la boquera.
El tasco son las astillas más finas que se esparcen al final. Estos pedazos de madera facilitan el inicio de la combustión al tiempo que guardan el calor que se ha generado en el interior del horno. Los pezgueros finalizan el llenado del horno colocando losas tapaderas y hojalatas que harán posible regular el tiro de las llamas. Tan sólo dejan un orificio por el que prenderán el tasco de la capa superior. La combustión va a ser lenta. Debido a la dificultad que encuentra el aire para renovarse, el horno necesitará unas cuarenta horas para quemar poco a poco todas las teas de su interior. Es el momento de descansar, alimentarse, comentar las vicisitudes de la hornada y dejar que el tiempo se consuma entre las llamas.
Transcurridas las cuarenta horas hay que dejar al descubierto la boca del horno para que se terminen de quemar los restos de las teas. En la triyuela alquitranera aguarda el resultado del esfuerzo realizado. Llega uno de los momentos más emocionantes de todo el proceso: destaparla. Tras quitar el barro que la cubre, los pezgueros se afanan por descubrir la incertidumbre de no saber a ciencia cierta qué puede pasar. Con un palo toman la medida del alquitrán que se ha obtenido en la hornada. El límite de la mancha indica la suerte que se ha tenido y determina las dimensiones de la artesa.
Junto a la triyuela alquitranera está la cocedera. Uno de los pezgueros se introduce en ella para limpiarla y tapar con barro el agujero que une esta triyuela con la artesa. El contenido de la alquitranera hay que trasvasarlo a la triyuela cocedera. Para tal fin, estos artesanos colocan una canal de madera que sirve de unión entre ambas. El cazo, formado por una vara larga en cuyo extremo va fijado un recipiente, es la herramienta que utilizan los pezgueros para trasegar el alquitrán líquido que se desliza por el conducto hasta caer en el pozo.
Mientras unos pezgueros trabajan con el alquitrán, otros refuerzan la estructura de la artesa. Este cajón de maderas, unido mediante un canal al encañe de la cocedera, será el depósito final del líquido que se deslice tras la cocción. El mejor material para impermeabilizar las ranuras de la artesa e impedir que el calor de la pez ahueque la madera es el barro. Es muy importante evitar cualquier posible fuga sobre todo en la unión de la canal con el encañe de la cocedera.
La materia resinosa o alquitrán que se ha obtenido tras la combustión contiene ácidos, alcoholes y otros componentes inflamables que los pezgueros proceden a quemar con el fin de purificar la sustancia resultante. Esta operación resulta peligrosa pues el calor y la fuerza de las llamas dificultan la tarea de revolver el contenido de la triyuela con un palo largo llamado “horguinero”. La ebullición del alquitrán dura dos horas aproximadamente. Durante ese tiempo los artesanos no pueden descuidar la triyuela ni dejar pasar el punto exacto de la pez. Las catas sirven para conocer la evolución del proceso. El pezguero extrae una muestra y aplica los criterios heredados de sus mayores: el destello del trozo en el agua, mascarlo como un chicle sin que se pegue a los dientes y romperlo o troncharlo al estirar.
El tiempo pasa. Hay que ultimar los detalles: embarrar el bayarte que ahogará el fuego de la cocedera cuando esté lista la pez y disponer el suelo de la artesa con los materiales adecuados. Los pezgueros colocan los céspedes alrededor del bayarte para ayudar al ahogo, procurando que no quede ninguna fisura y el fuego se apague sofocado. Tras pinchar el encañe del fondo de la cocedera, la pez diluida inunda la artesa. La misma vara utilizada para agujerear sirve de regulador de la salida del fluido. El vaho que desprende el líquido tiene propiedades medicinales y los médicos recomendaban su inhalación a los enfermos de las vías respiratorias.
Poco a poco, entre humos y olores, la artesa se va llenando de un fluido viscoso de color pardo negruzco y olor característico. En el momento en que toda la pez de la cocedera llega a la artesa, los pezgueros retiran la canal que las unía y tapan con barro el agujero para evitar que entre agua en el cajón de madera. Siempre quedan restos de pez fijados en el suelo y en las paredes de la cocedera que no cesan de arder. La mejor solución para evitar sustos con el fuego es apagarlo.
El trabajo ha terminado por el momento. Se puede celebrar que la hornada ha sido un éxito y que el resultado ha merecido el esfuerzo que refleja la artesa. La pez deberá reposar durante cuarenta y ocho horas. En ese tiempo, el líquido modifica su estado hasta convertirse en un sólido bloque opaco cuya estructura compacta y superficie lisa lo asemejan al cristal. Será entonces el momento de prepararlo para la venta.
Dos días después hay que liberar la pez del recipiente que le ha dado forma. Lo primero que hay que hacer es quitar el barro que rodea los largueros y que ha cumplido perfectamente la misión de impedir cualquier posible fuga de líquido. El procedimiento para quitar los tablones consiste en rayar la pez siguiendo las líneas de los bordes interiores de la artesa. La sustancia resinosa, al solidificarse, ha quedado pegada a la madera. Con unos golpes meticulosos y precisos del hacho, uno de los pezgueros recorre los laterales hasta conseguir desprenderla. Los pezgueros cortan la pez en varios trozos denominados tercios, cuyo peso oscila entre los sesenta y los setenta kilos. Esta fragmentación facilita su carga y transporte desde el horno hasta los lugares de destino. Siguiendo la misma técnica de levantar el bloque de pez, colocar un “palanco”, rayar la superficie por la línea divisoria y presionarla con las manos hasta que quiebra por su propio peso, los artesanos van separando los tercios.
Los pezgueros utilizan una balanza romana para calcular el peso de cada tercio. Éste era el momento de negociar el precio de la pez con los compradores o calcular el dinero que en concepto de oro negro guardaban en las casas hasta ponerlo a la venta. Termina aquí el proceso de elaboración tradicional de la pez que, generación tras generación, han venido practicando los pezgueros de Quintanar de la Sierra para abastecer al mercado español de este producto que tenía gran demanda en tiempos pasados.
A la pez rubia o común, que se extraía de la madera de pino, brillante y quebradiza, con un color pardo amarillento característico, se le daba diferentes aprovechamientos: los calafateros la aplicaban a los caparazones de madera de las embarcaciones para revestirlos e impermeabilizarlos; los boteros recubrían con ella el interior de las botas y odres de cuero para que resistieran y conservaran los líquidos; los ganaderos marcaban la propiedad de sus animales fijando con un hierro la pez caliente en la lana. Todos estos usos contribuyeron a mantener una demanda permanente de la pez de Quintanar que se vio desplazada por completo con la implantación del petróleo y sus derivados.
En la actualidad, han sido estos últimos pezgueros de Quintanar de la Sierra quienes, en memoria de sus antepasados, han rescatado del olvido el Horno de Mataca para obtener con ilusión y entusiasmo la pez de sus recuerdos.
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Un saludo y Feliz año!!